• Un amor como no hay dos

Mateo, de cinco años, tiene un Trastorno General del Desarrollo. Su papá cuenta cómo él y su mujer, Virginia, aprendieron a acompañarlo.

A fines de 2007, Mateo, mi hijo mayor, que por entonces tenía un año y diez meses, dejó de decir las 20 ó 30 palabritas que había aprendido. Comenzó a estar más disperso e inquieto, a dormir mal y a encerrarse en juegos repetitivos. A pesar de que se mostraba muy conectado con los adultos, los chicos de su edad no le llamaban la atención en lo más mínimo.

La primera en darse cuenta de que algo no andaba bien fue Virginia, mi mujer, que había estudiado los síntomas del Trastorno Generalizado de Desarrollo –TDG o "espectro autista"– antes de recibirse de psicóloga. Pero el diagnóstico definitivo llegaría meses después: los especialistas en niños que consultábamos decían que Matu estaba afectado emocionalmente por la mudanza, por el nuevo embarazo de Virginia y porque sus papás manejaban mal "el tema de los límites".

"Nadie quiere informarte que tu hijo tiene un TGD –nos dijo una madre meses más tarde–, y el tiempo que perdés por la confusión que hay con el diagnóstico es invalorable."Es una de las cosas que me hubiera gustado saber, o que alguien me las contara, hace tres años y medio.

Leer el artículo completo

por Cynthia Caldeiro