M.A. 11-4-2006 18:02:
Tengo un hijo de doce años que cursa primero de la E.S.O.
Antes de la llegada de mi hijo al Instituto no podía hacerme ni la más remota idea de los conflictos y crisis que el cambio del colegio a dicho centro iban a acarrear, aún habiendo escuchado infinidad de veces a otras madres hablar sobre la problemática en cuestión. Los altos niveles de frustración e impotencia que uno puede llegar a sentir en ocasiones, hacen que nos muevan a escribir, con demencial osadía, una carta como esta.
Intentaré ser escueta aunque creo que será imposible, porque la problemática da para muchas páginas y porque mi intención última y fundamental es alentar en soluciones y alternativas, además de ser incisivamente crítica con todo cuanto hay de criticable en esos tres flancos abiertos, sangrantes y peligrosamente enfrentados que son o somos los padres, los alumnos y el profesorado.
La premisa y el contexto es el de un instituto integrado en un pueblo fronterizo con Granada y una población considerable, quiero decir que se trata de un pueblo grande, en expansión y desarrollo, de un instituto que en principio no estaría o no debería estar catalogado (seguramente no lo está) como de zona de excesivos conflictos ni problemática excesiva, (no hablo de la problemática de barrios de marginalidad o conflictivos) hablo de niños de familias de clase media sin mayores problemas, salvo excepciones.
Ese contexto al parecer no es garante de nada, como tampoco lo ha sido la educación que desde infantil a primaria los niños han recibido, seguramente arropados y estimulados por la labor del maestro, arropados y estimulados por un estilo educativo que desaparece y se arranca de cuajo con la llegada al Instituto, que no es sino una frustración más a la lista interminable de la hecatombe educativa.
Es verdad que el profesorado de Instituto se tiene que enfrentar o hacer frente a niños en una edad de conflicto interior, a un proceso de madurez al que acompañan los miedos, la incertidumbre, el afloro de una más definida personalidad, niños que piensan en todo para no pensar seguramente en nada, continuamente tentados a perder el tiempo, inventando mil excusas para eludir el sentido de la responsabilidad, de la obligación y el deber, (por supuesto hay niños ejemplares), sin embargo, es tan alarmante el número de niños indispuestos, desmotivados y descalabrados que da pavor, se trata de toda una legión de futuros iletrados, sin el menor interés y sin conmoverse lo más mínimo por conocer, por aprender, por enriquecerse interior e intelectualmente. Es tan alarmante, tan preocupante, que necesariamente todos tenemos que mirar qué está pasando, qué estamos haciendo, a qué estamos dando lugar, en qué nos estamos equivocando y cómo podemos corregirlo y ponerle remedio.
Considero muy seria y firmemente, por un lado, (a parte de que todos hemos perdido el norte y los papeles) que al profesorado se le ha dado un arma muy tentadora y arrojadiza con el sistema de partes impuesto como método de castigo por no sé quién. Es muy tentador (totalmente subjetivo y arbitrario) eso de poner un parte y quitarse a un niño de en medio sin mediar de antemano la severa y rotunda firmeza y autoridad que como profesor, persona mayor y funcionario público debe manifestar y ejercer, si un niño no aprende otra cosa, sí debe al menos aprender qué es y cómo se ejerce el respeto, debe verlo, debe reconocerlo, debe apreciarlo y debe ejercerlo, y ese es uno de los pilares fundamentales de la labor educativa, además de ser un tema sobre el que no se pasa al siguiente, debe y tiene que ser constante, continuo, de día a día, de minuto a minuto, y en toda edad y momento. Un niño de doce años no entiende un parte, no reconoce el castigo en ese papel, no lo siente porque no hay en él una réplica, una respuesta inmediata a su mal hacer, a su mal comportamiento (recuérdese el perro de Pavlov) el Instituto debe ser mucho más contundente y severo, sobre todo mucho más resolutivo y ejecutivo en sus castigos, castigos a la antigua usanza (si la pedagogía moderna no da con otros más novedosos y eficaces), de cara a la pared, hacer el doble de tareas, quedarse dos horas más en el centro de estudios, hacer ejercicios que obliguen al niño a pensar, a reflexionar sobre su comportamiento, sobre sí mismo, limpiar el aula, quedarse sin recreo... Y después los incentivos, porque un niño de doce años los necesita como el agua, necesita estímulos, necesita entender para qué y por qué, necesita positivarse, confiar y creer en lo que hace, (creo sinceramente que tal como andan las cosas para ejercer de profesor en un instituto antes se debería aprender el arte de la interpretación, porque ante los niños hay que interpretar, ante los niños se ha de ser firme, tajante, autoritario, serio, rotundo, asequible, comprensible, amable, y quién da tanto...). Siempre me he manifestado absolutamente en contra del sistema de partes como método de castigo, si bien es cierto y tengo que reconocer que hay niños imposibles, niños difíciles que rompen los límites y para los que ese método de castigo supone un alivio especialmente para el centro que puede quitarse el problema de en medio al menos por unos días. Aún así será siempre infructífero y banal porque el castigado? no ve una verdadera implicación del sistema en su mal actuar, y no sólo se perpetúa el problema sino que muy probablemente se acentúe y se ensanche. Entiendo y me reafirmo en que si un niño se porta mal en el Instituto es el Instituto el que tiene y debe castigarlo, debe el centro de estudios tener los mecanismos y herramientas adecuadas para llevar a cabo su propio sistema de castigo encaminados siempre a corregir y a incentivar positivamente al individuo equivocado.
Es lamentable que no se establezcan distingos, diferencias y deferencias, porque las hay, y abismales, entre un niño recién llegado al instituto, con doce años, y los que ya cuentan con dieciséis en adelante. Ni tregua, ni proceso de adaptación, ni la más mínima concesión. Los niños echan de menos al maestro mientras que el profesorado no está dispuesto a ceder ni un ápice. Y aquí, todos tenemos y debemos ceder y mucho. Porque lo que está en juego es el futuro de una generación entera que ha tirado la toalla, manifestando un rotundo y profundo desprecio y rechazo a todo lo que sea aprender, conocer y educarse. (Piensan, y seguramente lo conseguirán, que saldrán adelante sin necesidad de estudiar) pero que lamentable desengaño, la ignorancia como dueña de todas las cosas. Esta pelea debería erradicarse, la ignorancia debería estar penada por ley, es inadmisible e inaceptable ese desencanto generalizado, ese desprecio profundo, esa pelea sin tregua entre el educador y el educando. La carencia de estímulos e incentivos está causando unos estragos desmesurados y demenciales.
Es triste el actuar de muchos profesores que ante una clase salida de quicio, totalmente descontrolada y tomada en asalto, toman como medida el cruzarse de brazos, esperar a que los niños por sí mismos se den cuenta de su mal comportamiento, y en algún momento puedan llegar a callarse, llegando a perder toda una hora que debería haber sido educativa y lectiva. Tal vez esa sea una medida que con adolescentes de dieciséis años en adelante pueda surtir efecto, con niños de doce años, ninguno. Lo que perciben es a un profesor débil, deprimido e incapaz de poner orden, lo que a su vez repercute en ellos, en los alumnos desmadrados y salidos de quicio, en crecerse y sentirse más fuertes que su rival. Si de una clase de veinticinco niños, veinte repiten, si en la biblioteca llega a haber más niños expulsados que en las aulas, si en todo este caos no se establece el orden por medio de la autoridad que debe y tiene que infundir el profesor, que además debe o debería entender y saber ver lo que tiene delante: Niños. Niños que esperan ser tratados como tales, el profesor (ante niños de esa edad) debe ver la diferencia y trabajar con ella, debe ejercer de maestro en el sentido de infringir mucha más autoridad, mucha más firmeza y mucha más docilidad en el sentido de comprensión, en el sentido de ejercer de maestro infringiendo castigos que los niños entiendan, y llamando al orden con la firmeza y autoridad necesaria como para que quede tajante y clara la diferencia, y el espacio que a cada uno le corresponde ocupar.
Indudablemente la labor no es fácil, pero si a un centro de urgencias llega un individuo al que acaban de atropellar completamente destrozado y el médico le dijera a la familia? yo con esto no puedo, lléveselo a su casa y que sea lo que dios quiera?? Por qué, me pregunto, de un centro de estudios surge toda una legión de chavales incapaces de terminar los estudios básicos y obligatorios, absolutamente desencantados, desmotivados y desorientados.
Entiendo que para el profesorado es mucho más alentador y cómodo trabajar con todos esos otros niños que no dan problemas, pero resulta que la proporción de los que los dan es tan inquietantemente peligrosa que necesariamente hay que plantearse qué hacer y cómo hacerlo. Cómo hacer que un niño escuche y atienda con respeto, preste atención porque lo que le están contando es interesante y atractivo? Es fácil trabajar para los cinco que no dan problemas, a los otros se les suspenden y listo. Pero el educador está para los veinticinco, su labor ha resultado tan infructífera como los resultados de sus alumnos, si evaluamos su trabajo es tan deprimente como el resultado de sus alumnos, la labor educativa no ha surtido efecto alguno, su trabajo ha sido por tanto tan inútil como infructífero, cuando no contrario totalmente a lo pretendido, en tal caso, qué nota cabría ponerle al profesor. Qué calificaciones pondría a todo el profesorado cuando aniquilan de un golpe o simple plumazo a un niño que no ha aprobado ni una sola asignatura, evidentemente el sistema todo ha fracasado, todos hemos fracasado, la labor emprendida, el ejercicio de la función educativa no ha servido para nada. A veces he tenido la tentación de denunciar con nombres y apellidos a todos y cada uno de los profesores por obtener como resultado en el ejercicio de su cargo, en su labor educativa, en su trabajo, (a qué trabajador de cualquier otra empresa se le consentiría unos resultados semejantes) unos resultados tan nefastos y contrarios a su empresa, llegando a sentir que la desidia, desinterés, desencanto y depresión que manifiestan corrompe el espíritu y la moral del niño. Conduciendo a los niños a unos límites de desencanto insuperables, los niños por su parte se defienden con la burla y el desprecio (eso es corrupción moral, eso es aniquilar a un menor, hacerlo carne de cañón). Y eso es algo que no nos podemos permitir.
No conozco a ningún padre que no desee que su hijo estudie y se eduque, salvo excepciones, que las habrá, insisto en que la gran mayoría de las familias, de los padres de todos esos niños, son familias normalizadas, estables. Los profesores nos devuelven a nuestros hijos para que seamos nosotros (los padres) los que los llamemos al orden, los que establezcamos el castigo, sin embargo, eso que nos piden es tan absolutamente descalabrado que se cae por su propio peso, porque los conflictos que pueda tener como madre con mi hijo los soluciono en casa con él, no llamo a terceros para que me solucionen la papeleta, (no quiero decir con esto que no deje de hacer lo que se espera de mí, que es castigar, por supuesto, al niño) pero ni el niño ni yo entendemos bien esta tesitura, porque lo está castigando alguien (en este caso yo, su madre) contra la que no ha infringido el mal comportamiento y además lo castiga a destiempo, sobre algo que cometió no sabe muy bien cómo, ni cuándo, y que para él supuso un papel sin mayor trascendencia. Insisto en la edad de esos niños, insisto en que se trata de niños, tienen doce, trece, catorce años.
El problema es muy grave y serio, necesita de una urgente solución. En el instituto insisto en que los castigos deben ejercerse allí, y el instituto contesta que el sistema es así y contra eso no pueden hacer nada. No me creo que carezcan de la suficiente y necesaria autonomía como para poner en práctica nuevos métodos, otras formas. Porque si el nivel de fracaso es tan grande y generalizado, si el sistema utilizado no funciona, y obviamente no funciona, por qué, entonces, insistente en perpetuarse en el error, en alargarlo, en no querer ver nuevas soluciones, en negarnos la esperanza. No siento tanto que mi hijo haya fracasado una vez, de todos los errores se aprende y debemos aprender, como el que no sea capaz de devolverle el interés, la ilusión, las ganas. Lo que daría porque esos mismos profesores se lo devolvieran, le infundieran coraje, ilusión y ganas. No pretendo en modo alguno erradicar el sistema de partes como método de castigo, sería irrisorio por mi parte, lo que sí sugiero muy seriamente es que no se use a la ligera, es que sea usado con mucha más cautela y prudencia, que previo a él se ejerzan otros castigos más educativos y comprensibles para el niño, más inmediatos y resolutivos.
En cuanto a los niños, otro grave y craso error, ha sido hacerles creer que son intocables, que toda una amalgama de derechos fundamentales los protegen y salvaguardan de todas las cosas. Y a los niños hay que hacerles ver, entender y comprender que cada derecho hay que ganárselo, que a cada derecho corresponde una obligación, habrá y hay que incidir muy firme y seriamente, a diario y en todo momento, en una educación paralela y pragmática entre el listado de derechos legítimos que salvaguardan su integridad, con su equivalente en obligaciones y deberes que los hacen legítimos y garantes de la misma. Un niño no es intocable, todo adulto (dentro de un orden y parámetros adecuados) está legitimado para llamarlo al orden, y del mismo modo que se espera la palmadita en el hombro por el reconocimiento de lo bueno, se le puede coger del brazo, sin herirlo ni magullarlo, para decirle, qué estás haciendo.
En cuanto a los padres, este es un saco donde hay de todo, no hay frase más sabia como una que escuché no hace mucho que dice “cá uno es cá uno”, llamarnos al orden, o incidir en nuestra implicación es mucho más complejo, se trata pienso, de todos, el tema más espinoso y difícil, es un saco en el que hay de todo, partiendo de la buena intención de todos, que es que nuestros hijos se eduquen y formen lo mejor y más posible, pedir la implicación de todos es como pedirle peras al olmo, o pensar que una utopía se hace realidad ante nuestros ojos nada más que porque sí. Quizá una solución puede ser la de los anuncios televisivos (igual que se difunde la igualdad mediante anuncios enfocados a erradicar los racismos, anuncios que publicitan el no a la droga, cuidado con el sida, no a la violencia contra la mujer) del mismo modo debería haber anuncios encaminados a concienciar a los padres en la importancia de implicarse en la educación de sus hijos, seguirla más de cerca, aunque mi confianza en esto último es mucho más limitada y ambigua porque como ya he dicho, ca uno es ca uno, y cambiarnos a todos es una tarea no sólo imposible sino demencial. Los padres debemos confiar más en el profesorado, delegarle las funciones que legítimamente le corresponden en cuanto a autoridad, firmeza y resolución de medidas adecuadas a la corrección de los alumnos, por su parte el profesorado también debe confiar más en los padres, no deben volcar todas sus frustraciones a la espalda de la familia, corregir el comportamiento de los niños es tarea de todos, es mía todo el año, día a día, minuto a minuto, y es tarea del docente en tanto el niño esté en el centro docente. Al niño habrá que informarle, por tanto, con toda claridad y transparencia, con absoluta autoridad, de las consecuencias que podrá tener y dar lugar en cada momento, su mal actuar, su mal comportamiento. Los castigos reales que habrán de realizar.
La intención de esta carta y mi deseo es que sea tenida en cuenta. Aunque también sé que me arriesgo a enfrentarme con una incomprensión todavía mayor, con barreras infranqueables, el sistema tiene esas cosas.
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